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La migración, voluntaria o forzosa, ha sido determinante en la configuración del territorio colombiano, aquí las características y motivos de los desplazamientos humanos han tomado múltiples formas y matices, una variedad comparable únicamente con la de sus paisajes. La diversidad en ambos ámbitos se produce por el mismo motivo: la complejidad de su topografía. La cordillera de los Andes se divide en tres poco después de cruzar la frontera que marca el fin de Ecuador y el comienzo de Colombia. Cada una de las tres cadenas montañosas que deja esta ruptura construye a su paso una serie prácticamente interminable de diferentes ecosistemas, los cuales además de posibilitar la inmensa biodiversidad característica del territorio de Colombia, posibilitan también la característica violencia de su historia.

 

La configuración del territorio colombiano sigue estrechamente la de su violenta historia, desde épocas coloniales a las actuales de narcotráfico (y otras actividades similares como la minería ilegal) la ocupación de tierras y el uso de las mismas ha respondido a la fragmentación territorial, a las consecuencias políticas y sociales de la distancia que los centros económicos y de poder han mantenido de las periferias rurales. La violencia, de múltiples tipos e índoles, ha proliferado históricamente en estas partes, en estas periferias en donde el gobierno tiene poca o nula incidencia. Sin embargo, no es en las migraciones que produjo y produce la perpetua violencia de la condición humana (y colombiana) en las que se concentra este registro, estas imágenes retratan otro tipo de conflicto, en uno que se ha visto opacado en muchas ocasiones por más de cincuenta años de guerra (en el caso de Colombia): la degradación ambiental. La curiosidad en este caso está impulsada y motivada por una idea, por la noción de que la naturaleza, como nosotros, configura el territorio violentamente y que, también como nosotros, desarrolla mecanismos de defensa y protección.    

 

Las siguientes fotografías son registro y exploración de tres escenarios en los que la naturaleza  forzó la migración de poblaciones humanas, en ellas se explora breve y superficialmente una noción de violencia, quizás en su expresión más primaria. En cada uno de los escenarios se exploran diferentes perspectivas temporales de las consecuencias de la violencia natural, desde la forma del territorio a la del actuar de sus habitantes. El primero y más reciente de todos es el de Mocoa, capital del departamento del Putumayo, aquí la tragedia es reciente y sus consecuencias apenas comienzan a revelarse. El segundo caso es el de San Cayetano, escenario que puede entenderse como un punto medio entre el presente de la tragedia y el olvido de la misma. Por último está Armero, un pueblo del departamento del Tolima, que se siente ya olvidado, en el que la naturaleza ha borrado poco a poco las huellas de la violencia de su naturaleza.

 

La visita a cada uno de esos lugares produjo diferentes reflexiones alrededor de la imagen, la tragedia y la memoria, reflexiones que dialogan y luchan en las fotografías que resultaron de cada una de las visitas. La exploración se guía inevitablemente por una curiosidad personal, por lo que su naturaleza documental no trasciende la de un simple e inevitablemente sesgado registro de aquellos elementos que capturaron mi atención en cada uno de estos sitios.

Mocoa, Putumayo:

 

A pesar de querer entender las formas de violencia natural como eventos aislados de la violencia humana, en el caso de Colombia resulta imposible hacer tal distinción, ambos fenómenos están compleja e intrincadamente relacionados, como lo evidencia la historia de Mocoa. La migración de la población rural a los centros urbanos ha sido una constante en Colombia,  más de siete millones de personas han abandonado forzosamente el campo en las últimas tres décadas y se han establecido en centros urbanos, principalmente en las capitales de los departamentos colombianos como Mocoa, capital del departamento del Putumayo. Sin embargo el caso de esta ciudad es diferente al del resto de capitales departamentales del país, ya que aquí la población migrante comprende más del sesenta porciento de los habitantes, convirtiéndola en un enclave social en términos urbanos y migratorios. Mocoa se ha construido a partir de la tragedia y motivación que han traído consigo sus habitantes de diferentes partes del país, más que una colección de casas y calles es una colección de historias y recuerdos, que juntos componen la memoria colectiva de un conflicto y a su vez la motivación para superarlo.  

 

El pasado es en teoría ineludible, supuesto que el feroz optimismo de las víctimas del conflicto colombiano contraría todos los días, aún cuando éstos se encargan, con obstinada crueldad, de derribar cualquier esfuerzo que trate de probar lo contrario. Uno de estos días fue el primero de abril del 2017, madrugada en la que los ciudadanos de esta ciudad se levantaron con el rugido de los ríos que la atraviesan, cuyo creciente nivel auguraba el inminente peligro del que tiempo atrás habían advertido al gobierno municipal. Pocos minutos después las primeras piedras, arrastradas por la corriente, comenzaron a chocar contra las casas. El inoportuno fallo de las redes eléctricas sumió a la capital en una profunda oscuridad, interrumpida únicamente por los destellos de linternas que buscaban sobrevivientes entre los escombros de las edificaciones que rápidamente iban desapareciendo con el paso de la avalancha. Al amanecer el sol reveló la magnitud de la tragedia, de barrios enteros quedaron únicamente vestigios de columnas y muros que se asoman ahora tímidamente entre rocas de increíble tamaño, recuerdos de la vida a la que miles de personas creyeron haber encontrado una respuesta definitiva tras los viajes forzados que emprendieron desde sus tierras natales.

 

La historia colombiana, siguiendo su característica brutalidad, hace de casos como el de Mocoa ejemplos de la más cruda desventura, al hacer de la violencia (en sus múltiples formas) una constante en  aquellos sectores poblacionales más vulnerables. Muchas de las víctimas, doble y triplemente desplazadas a lo largo de su vida, se ven forzadas a emprender reiteradamente un proceso que con cada destino que encuentran creen finalizado. Ingenuamente se intenta darle sentido a la brutalidad de la injusticia con la que estas personas se enfrentan continuamente, al despotismo de un pueblo con lo suyo, con los suyos. El mismo gobierno que años atrás hizo caso omiso a las advertencias que múltiples estudios arrojaban sobre las zonas de riesgo en las cuales estaba otorgando licencias de construcción, busca ahora encubrir la dimensión de su terrible error, limitando la información que sale de la ciudad. Uno de los datos más escalofriantes es la cuenta real de muertes que se rumora entre los ciudadanos, quienes frente a la actitud gubernamental decidieron realizar su propio censo que asciende ya a las mil personas fallecidas, cuenta que supera por más de seiscientos muertos los números oficiales del gobierno.

 

Aquí la imagen se convierte en denuncia de un proceso que hasta el día de hoy se desarrolla, cambia y evoluciona, no sólo en Mocoa, también en muchas otras partes del país. La violencia natural y su registro evidencian en este caso una problemática que trasciende la avalancha como evento singular, las imágenes retratan la realidad de la ruralidad colombiana desde su su aislamiento y evidente exotismo para aquellos que, como yo, crecieron en el lado privilegiado de la estructura social, política y territorial del país, un lado en donde la respuesta a un desastre natural de esta magnitud hubiera sido muy diferente. Las imágenes en su sentido documental pueden construir únicamente un relato de esta forma, en el sentido de generar un vínculo entre centro y periferia.

San Cayetano Pueblo Viejo:

 

A San Cayetano, pueblo viejo, se desciende por una vía estrecha rodeada de frailejones y una espesa niebla. Tras un sinnúmero de recovecos y acentuadas curvas es posible comenzar a  observar los vestigios de algunas edificaciones, primeros indicios de la llegada al olvidado pueblo. El vacío que dejaron aquellas 169 familias que en 1999 abandonaron sus hogares es perceptible desde la entrada, desde las primeras casas que aparecen en el camino. La grieta que sugirió en un inicio la inminente falla geológica que forzó a los habitantes de este territorio a dejar sus hogares se extiende a lo largo del pueblo, trazando una línea que además de su aparente rectitud parece dividirlo en partes iguales. Ideas como estas últimas que giran alrededor de la estética de la tragedia aparecen aquí de una forma mucho más libre y tranquila que en el caso de Mocoa, quizás porque de la tragedia de San Cayetano quedan únicamente aquellos vestigios que resisten el avance de la naturaleza, unos pocos obstáculos antes del inminente olvido.   

 

¿Cómo estetizar la tragedia? Esta pregunta ha sido transversal en cada uno de los escenarios en los que decidí explorar las formas en las que la naturaleza se expresa violentamente, y para cada uno de ellos la respuesta sería diferente. ¿Qué cambia? El tiempo. Quizás la violencia, como nosotros, nace, muere y se olvida. Un poco menos de veinte años fueron necesarios para que la violencia se sienta débil, vieja y profunda en este pueblo, como una de esas personas ancianas que infunden profundo respeto y compasión. Las raíces y ramas de las plantas se multiplican como canas y arrugas, dominan con total sabiduría un territorio en el que los humanos tienen ya poca incidencia.

 

Esa misma naturaleza que con la aparición del pueblo se vio relegada a los linderos de las montañas, cuenta ahora con la posibilidad de replicar el mismo proceso del que fue víctima, de apropiarse de lo que alguna vez fue suyo. La apropiación del entorno y la modificación del mismo es quizás uno de los factores más determinantes en el proceso evolutivo humano y se ha convertido en un registro edilicio de las diferentes expresiones formales que ha tenido nuestra especie a lo largo de la historia.

 

A pesar de haber sido el escenario de un proceso de migración forzosa, San Cayetano es incómodamente tranquilo, quizás todos los lugares sin humanos lo sean. La violencia y su tragedia son especialmente significativas para nosotros en su forma más humana, más presente; por este motivo estas imágenes a pesar de ser en muchos casos similares formalmente a las de Mocoa son radicalmente diferentes en términos conceptuales, pueden retratar al mismo sujeto, la misma casa derruida, y decir algo totalmente diferente. Su momento, su tiempo los hace diferentes, en la forma en la que se presentan en la imagen y en la manera en la que construyen memoria y territorio.

Armero: Raíces:

 

La tragedia natural de Armero es sin lugar a dudas la de mayor magnitud en este ensayo fotográfico y en la historia reciente colombiana, también es la más vieja y se remonta a 1985, año en el que el volcán del Nevado del Ruiz hizo erupción y tomó la vida de 20.000 de los 29.000 habitantes de este pueblo vecino del volcán. Es complejo dimensionar un suceso de esta magnitud, especialmente si sólo quedan unas pocas calles y casas como huella.. Es aquí que me doy cuenta de la importancia de la fisicalidad de la tragedia, para ella como para nosotros el cuerpo es indispensable, sólo él puede llevar nuestras cicatrices.

 

La fotografía, desde su inherente sesgo, retrata una perspectiva de la tragedia, aquella que el fotógrafo decide desde su curiosidad. ¿Qué busco yo en un lugar como este? Además de la intención de un registro documental existe una curiosidad estética, una que encuentra en diferentes aspectos de la tragedia un suerte de agrado estético, para mi uno de estos aspectos es el abandono. Con el tiempo me he dado cuenta que en el abandono soy capaz de romantizar y visualizar una idea que me intriga desde que tengo memoria: un mundo sin humanos.

 

En armero exploro y creo ese mundo en imágenes, me sirvo de las raíces que lenta y pacientemente  engullen las pocas casas que se asoman sobre el nivel del suelo. Con pedazos de esta distopía construyo otra, una capaz de resistir, por un poco más, el paso del tiempo y la naturaleza. Este quizás sea un perfecto ejemplo de la eterna dualidad y conflicto que enfrenta la imagen como herramienta documental. La fotografía registra en medida que transforma, y en este caso el registro de este escenario desde mi perspectiva, temporal y estética, transforma la tragedia de Armero, en su forma e historia.   

 

Cada vez creo menos en la objetividad, o al menos en la pretensión de la misma. Creo menos en la objetividad, o su búsqueda, como como como estructura de un registro documental. Considero que se puede partir de esta imposibilidad, explorar la imagen documental a partir de sus limitaciones; de la misma forma que se explora la violencia a partir de su carácter natural.

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